Lavinia posó la mano sobre mi, ya notable, barriga y apenas me dio tiempo a contener mi rechazo. Recompuse mi expresión a la fuerza mientras sus largos y finos dedos descansaban con suavidad en mi jersey de lana merina. Parecían patas de araña sobre el grueso tejido.
En respuesta, mi hijo se agitó inquieto. Dicen que los fetos tienen una intuición natural frente a las amenazas. Me pregunto si el mío se remueve en un intento de huir de la garra de la tejedora o si es una reacción a mi propio estado de ánimo.
La imagen de mi padre y su breve adiós, cargado de incomprensión y decepción, cruza mi mente de forma inesperada. No hubiera podido explicárselo, aunque quisiera. Cómo poner en palabras mi complicidad con el horror en estado puro. Porque así somos los seres humanos: horribles y temibles. Increíblemente egoístas y supersticiosos. Una plaga para el mundo y para nosotros mismos.
Paré mi hilo de pensamientos antes de que me llevaran de nuevo a recuerdos que mi mente consciente esquivaba con desesperación: el olor a las algas en descomposición que se posaban sin fin en la orilla, los gritos de un amigo al que creía conocer y del que no sabía nada, una verdad colectiva tan terrible como atractiva y, entre todas esas sensaciones, una mujer en las sombras que mueve los hilos con un propósito claro. O quizás miles de ellos. Todos, piezas de un puzle oscuro.
Volví a fijar mis pensamientos en mi progenitor. Aquel que se llenaba las manos con el amor que juraba profesarme y para quien sólo era una extensión de sí mismo a la que moldear. ¿Qué pasó cuando me salí de su camino? Pues que ahora sólo me queda recordar su espalda alejándose. Un recuerdo triste, pero tampoco es que me pueda permitir el lujo de despistarme pensando en lo que he perdido. Me aterra más lo que puedo llegar a perder de aquí en adelante.
Es irónico, porque, según mi padre, el único crimen de mi marido fue el de ser un pelele sin voluntad en manos de las mujeres que amaba, pero, tras tantos años con la venda en los ojos ahora veo que ese hombre, al que le debo en parte el milagro de haber nacido, no sabe lo que es el amor. No hay droga emocional que nos vuelva más tontos. Y aunque mi marido ha demostrado ser el más tonto de todos, no puedo dejar de reconocerle su total adoración por las mujeres de su vida: Su madre, su hermana y, evidentemente, yo. De hecho, debería ponerme delante, puesto que les gané a todas ellas por goleada en el corazón de Howard.
Aunque yo no lo supiera en aquel momento, sus últimos años de vida estuvieron dedicados en exclusiva a mí. Tampoco es extraño. Después de todo, fui a la única a la que eligió realmente.
Me obligo a sonreír. Mi cuñada me devuelve la sonrisa sin apartar la mano del lugar donde se gesta el futuro heredero de los Pickman. Sé que no confía en mí, aunque no lo demuestre abiertamente. Es tan intuitiva que a veces me pregunto si no será bruja. Después de todo lo vivido no me extrañaría nada descubrir que en ella vive la magia negra.
Noto otra presión en el hombro. Sé que Winfield trata de reconfortarme. Cada día se parece más a su hermano y no sé si eso me gusta demasiado. Me giro y observo su rostro, más pálido de lo normal. Una gota de sudor sigue el camino de la curva de su cuello. Parece un niño perdido, pero no puedo ayudarle.
Tengo mis propios problemas. ¿No os parece?
—¿Tienes frío? Haré que te traigan una manta.
Las palabras de la aparentemente frágil mujer me llegan al cerebro con retardo. Antes de que pueda contestar ya se ha levantado a buscar a algún sirviente para que traiga algo que me mantenga calentita. Estoy completamente segura de que sabe que el escalofrío que ha recorrido mi cuerpo no tiene nada que ver con la temperatura de la estancia, pero es única tejiendo realidades a su medida.
Un suspiro silencioso escapa de mis labios.
—No es tan malo —se atreve a susurrarme Winfield, pero el temblor de su voz lo delata.
No me mira a los ojos. Cómo podría. Es demasiado joven para entender los rebordes del problema, pero sabe que están ahí y puedo ver cómo alimenta al monstruo de la duda cada día que pasa. Eso me conviene. Estoy segura de que no pasará mucho tiempo hasta que le devore por completo. Por ahora, que disfrute de su pequeño triunfo, pienso mientras hago girar el ostentoso anillo de compromiso en mi dedo anular.
Ya veremos quién acaba moviendo sus hilos: su hermana o yo.
Upton aparece en el umbral de la puerta con una hermosa manta que, nada más verla, se me antoja imprescindible para que cubra mis piernas. No había notado el frío hasta este mismo instante, pero ni loca dejaría que ese psicópata come cadáveres se acercara mí.
—Cariño, ¿me colocarías la manta? —le pido a Winfield con ese tono de voz sugerente que sé que le desarma ante mí.
Mi flamante prometido no se hace de rogar y me acomoda la codiciada pieza con inmenso cuidado y una expresión de adoración que no pasa desapercibida a su hermana. Seguramente piensa que ese estado de deslumbramiento hacia mí, lo vuelve más débil a sus manejos. Definitivamente el joven que me tapa con la sedosa manta se parece cada vez más a su hermano.
El ejecutor de mi marido perfila una mueca indescifrable con esa boca que siempre me ha parecido demasiado llena de dientes. A pesar de que sé que es un monstruo y odiarle estaría más que justificado, no lo culpo. Sólo intenta sobrevivir, como todos.
En cambio, a ella, a la araña manipuladora de destinos, sí que la culpo. Es más, la odio con todo mi ser. No tarda en aparecer detrás de la espalda de su aberrante lacayo, mirándome con inmensa ternura.
—Si necesitas algo más sólo tienes que pedirlo —Me asegura con voz dulce.
Qué pasará cuando ya no me necesite. La idea me aterra, pero todavía queda mucho tiempo hasta que deje de serle útil. Mucho tiempo hasta que le demuestre el grandísimo error que ha cometido al meterme en el mismo saco que a sus víctimas.
Yo también sé mover hilos.
Agarro la mano de Winfield, que corresponde a mi gesto con una ilusión casi infantil reflejada en el rostro. Uno menos para ti, araña. Y ya tengo en mente el siguiente hilo que te voy a cortar. El miedo es el mejor acicate. Hare lo que tenga que hacer para salvar a mi hijo del horror. Me convertiré en lo que haga falta. Prepárate, Lavinia, porque voy a hacer que tu telaraña te explote en la cara.