Este relato lo ha escrito mi hijo Daniel para el concurso IV Concurso juvenil de historias #Historiasdejóvenes
Hoy os relataré una historia que me pasó una desafortunada
noche que no puedo recordar sin paralizarme de terror.
Este extraño y tenebroso acontecimiento sucedió en
diciembre. Caminaba hacia mi casa después de una fiesta alocada. Estaba exhausto y un poco mareado. No niego que me hubiera pasado con las copas
en esa ocasión, aunque suelo estar muy atento con el alcohol que bebo. De todas
formas, no noté gran diferencia entre esta noche y otras similares. De repente,
me fijé en la luz pálida y transparente de una farola gastada. Por un segundo,
me vi inmerso en la oscura tranquilidad de la noche y, sorprendentemente, ya no
notaba el alcohol ni la agitación que se hallaban en mí. Tan solo existía un pensamiento estático en mi cabeza
completamente vacía.
Un terror irracional me invadió. Mi mente no podía dejar de
pensar que en la calle ya no estaba solo yo. Y, aun sabiendo que era mentira,
me dejé llevar por mis impulsos. La adrenalina no solo invadió mi cuerpo… sino
también mi cerebro. Podía escuchar pasos
acercándose a mí a una velocidad imposible, pero, a la vez, con una
tranquilidad impasible.
En un instante, me frené. No dejaría que mi mente me controlara.
Era confuso y mi cuerpo no haría lo que le viniese en gana. Mi cabeza dejó de ser
blanca, como un lienzo, a negra, como una gran tormenta. Conseguí calmarme con un esfuerzo psicológico
inmenso, pero en ese momento, sentí un escalofrió recorriendo todo mi cuerpo y
pude ver lo que me dejaría inmóvil por unos segundos.
Lo que se hallaba delante de mí era un hombre alto. No pude
aproximar su altura por el cansancio, pero me superaba en altura con creces.
Era un hombre con una chaqueta abierta, que le cubría todo el cuerpo, excepto
el pecho y la zona abdominal, donde se
destacaban varias vendas, imposibilitándome ver su piel. Su cara era
deforme, parecía quemada. El único rasgo humano que había en ella eran sus ojos,
que eran amarillos como el azufre. También poseía una fúnebre sonrisa. Su cara
sufría una carencia de nariz producida por lo que parecía un corte limpio.
Me quedé paralizado al ver tan alto y robusto cuerpo. Él se
paró también y, con una voz fúnebre, me dijo que eligiera el color verde o el
color rojo. Yo, extrañado, no sabía que decir, pero, por instinto, respondí el
verde. Ni siquiera sé cómo me atreví a responderle a ese ser demoníaco. Él sacó
una ficha de casino carente de número en el centro. Por un lado era verde
esmeralda y por el otro rojo metálico.
Los dos permanecimos en silencio absoluto durante unos
segundos, que me parecieron eternos. Él, por fin, se dignó a lanzar la ficha al
aire, atrapándola antes de que chocara contra el suelo. Antes de abrir la mano,
me dijo que si no salía el color de mi elección no me ampararía un buen futuro.
Yo ya no podía estar más asustado. Mi cara estaba congelada en una mueca de
espanto, ya que no entendía nada.
Mis ojos sintieron el terror más absoluto cuando él revelo
el brillante color carmesí de la pieza. No sabía lo que iba a pasar a
continuación, pero estaba seguro de algo… que, aunque quisiera correr, las piernas
no me responderían. Mis ojos pudieron ver los aterradores labios de aquel ser
curvándose en una deforme y demente sonrisa. Me disponía a suplicar, pero algo
dentro de mí me hizo entender que no serviría para nada.
Ese hombre, si así se le puede llamar, se abalanzó sobre mí
a gran velocidad y pude divisar cómo sacaba un objeto punzante. Parecía una
especie de cuchillo de cocina. Empezó un corto forcejeo, ya que él me ganaba en
fuerza. Sinceramente, parecía tener habilidades sobrehumanas.
Pude sentir como ese objeto se sumergía en mi pecho. Sentí
el frío del metal, tan frío como el invierno. Ese frío tan intenso no me dejó
hacer caso al dolor. Cuando me desplomé en el suelo semiinconsciente, lo único que me vino a la mente en ese oscuro
momento fue el pensamiento de que, de niño, le tenía un miedo irracional a la
oscuridad. Un miedo que pensé que había desaparecido, pero al final resultó que
en lo más profundo de mi subconsciente seguía ahí.
Casi no podía respirar. Aún así, hice un esfuerzo para
ponerme boca arriba, con el cuchillo aún enterrado en el pecho. Se borró de mi mente toda la situación, ya
que en ese momento lo único que me importaba era la molesta luz tenue de la
farola que cegaba mi vista, ya borrosa de por sí.
Pensé que el día en el que muriera sentiría un miedo atroz
minutos antes, ya que me atormentaría el pensamiento de no estar ya en la faz
de este mundo, pero, en ese momento, no me importó. No lloré ni grité. Me
mantuve sereno. Lleno de expectación. No
sé exactamente qué era lo que esperaba.
Pero en ese momento, un fogonazo de luz me cegó y desperté,
horas después, en mi cama. Aturdido, lo primero que pude visualizar fue la
ventana de mi habitación. Estaba rota,
pero no dudé ni un segundo en mirar mi pecho. Efectivamente. Allí se encontraba
una gran herida cosida.
Mi historia se habría tomado por falsa de no ser por la indiscutible cicatriz con la que cargué el resto de mi vida. A la gente que se lo conté se quedó muy sorprendida y un tanto escéptica, pero me solían responder que tenía que haber sido el mismo ser que me atacó el que me había salvado... pero yo lo dudo. No sé quién o qué era, ni por qué pasó lo que pasó, pero hay algo que sé con seguridad: lo que me salvó no fue él, ya que solo hacía falta ver su mirada cargada de perversión para intuir que su intención no era dejarme vivo esa noche.
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