—Buenos días, me han comentado que es usted Canario.
—Sí
miniño, de un pueblecito de Gran Canaria.
—Pues
está de suerte. Tengo algo que le han quitado.
—Pero
si yo creo que lo tengo todo…
—En
absoluto. Porque a ver. ¿Podría decirme la hora?
—Por
supuesto, son las doce y veinte.
—…
—¿Le
ocurre algo?
—Ya le
han dado una, ¿verdad?
—¿Cómo?
—Confiese.
Alguien se me ha adelantado
—De
verdad que no le entiendo… ¡Oh! Disculpe. Acabo de volver de la península y se
me había olvidado cambiar el reloj. Son las once y veinte.
—¡Eso
es otra cosa! Espero que disfrutara de su viaje a España.
—A la
Pe-nin-su-la.
—Lo
que sea. El caso es que usted sigue necesitando esa hora.
—¿Qué
hora?
—¡La
que le han quitado! Si no entiende esto, no se va a enterar de nada del resto
de lo que le voy a contar.
—Agüita
con el machango este.
—Por
favor. A mí hábleme en castellano que no entiendo el guanche.
—¿Y
godomierda lo entiende?
—Qué
genio. Ahora entiendo lo de la barrera de coral. Es para controlar que no
salgan a lo loco, ¿verdad?
—¿¿Pero
de qué barrera me está usted hablando??
—Cuanta
incultura indígena. Nunca me lo hubiera imaginado.
—Mire
papafrita. No le meto una ostia porque viene mi guagua, que si no…
—¿¿¿Viajan
en perros??? Eso es explotación animal. Creo que no ya no le voy a dar la hora
que le falta. No se lo merece, señor aborigen.
—…
—Pues
no me ha reventado la cara de un bofetón. ¡Será salvaje! Yo me meto en mi
tardis y no vuelvo a la Atlántida nunca más. Que se queden con su hora de
atraso para siempre. Así llegarán siempre tarde a todos lados. Es lo único que
se merecen.
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