Marta sonrió traviesa y yo me temí lo peor. Tiene muchas
ideas, pero ninguna buena.
—Propongo un juego.
Qué miedo.
—Cada uno de nosotros le hará una pregunta a Cala que deberá
de responder con total sinceridad.
— Me parece una tontería. Paso—respondí sin dejar que
acabara la frase.
—¡Venga ya! —protesto
Marta muy contrariada—A veces con estos juegos se da con la clave de los
problemas—insistió tozuda.
—¿Hablando de mí vamos a resolver por qué esas cosas quieren
matarme y el tabaco salvarme la vida? —argumenté
escéptica.
—¿Qué puedes perder?
—la apoyó de improviso el más tonto del grupo.
Santi parecía entusiasmado con la propuesta y no le
amedrentaron mis miradas asesinas. Todavía se empecinaba en llevar pañuelos al
cuello a pesar de que ya no tenía nada que ocultar.
Gasté mi último cartucho girándome hacia el profesor, pensado
que se pondría de mi lado, pero me arrepentí en cuanto vi su expresión.
—Me parece una idea excelente—aseguró, decepcionándome
profundamente —. Empiezo yo: ¿Te consideras buena persona?
—¡Qué clase de pregunta estúpida es esa! —Si empezamos así,
mal vamos—. Claro que soy buena persona.
—Bueno, tienes tus cositas—me interrumpió mi supuesta mejor
amiga —. Hace unos días le diste una patada al gato de la vecina—me reprochó con
disgusto.
—Lo aparté con el pie— Hay que ver cómo cambia la historia
según quién la cuenta—. Lo aparté con suavidad —recalqué de nuevo— para que la
maldita bola de pelo no se nos volviera a colar en casa.
—¡Pero si los gatos son adorables! —se le escapó a Santi.
—Y tú gilipollas—Contrataqué picada.
Qué tiene que ver que sean adorables con que me llenen todo
de pelo.
—Cómo se nota que la que limpia soy yo —le eché en cara a
Marta con inquina.
Si era cuestión de repartir, aquí había para todos.
—No estamos hablando de mí, Cala. Céntrate —me pidió ella
muy digna.
Tendrá morro.
—Es que no entiendo la pregunta—estallé —. Nadie es
perfecto, ¿vale? ¿Qué importa lo buena persona que sea?
—Estoy intentando determinar si es un castigo de Dios a tu
maldad —me explicó el académico como si yo fuera una de sus alumnas más torpes.
¿Me está insultando? Me está insultando, ¿verdad? No me lo
estoy imaginando. Me ha llamado malvada por la cara.
Respiré hondo tratando de encontrar algunos restos de la
poca paciencia que me caracterizaba.
—Está bien. Cambio la pregunta —cedió pacificador —. ¿Cómo
te sientes al tener que elegir entre perder tiempo de vida o morir asesinada?
—¡Pues de puta madre! —vuelvo a perder el control—. ¿Cómo te
sentirías tú, viejo de mierda?
El profesor dio un respingo. Seguro que él no se considera
mayor. Pero a mis veintitrés años, todo el que supera los cuarenta me parece ya
en la senectud. Aunque, claro, se me olvidaba que mi tiempo biológico ya no es
el de una veinteañera. ¿Cuánto más envejeceré hasta que esto se acabe? Si es
que se acaba. Me deprime pensar en eso.
—Siguiente pregunta —dije en un tono que no admitía réplica.
—Me toca —exclamó alegremente nuestro médium rompiendo la
tensión en el ambiente—¿Qué sueles cantar en la ducha?
Marta soltó una fuerte carcajada.
—¿Te la estás imaginando desnuda? —le soltó al estrafalario chico a bocajarro.
—¿Q q q qué? ¡No! —tartamudeó
tan rojo que pensé que explotaría en cualquier momento.
A mí también se me subieron un poco los colores, pero es que
no aguanto esas bromas. No es que no tenga sentido del humor. ¡Claro que lo
tengo! Pero me revienta que me cosifiquen como objeto sexual sólo porque estoy
bastante buena. También soy lista, ¿vale?
—No canto en la ducha. Siguiente pregunta—corté por lo sano.
—¡Mentirosa! —exclamó
demasiado fuerte Marta— Canta unas canciones terribles sobre héroes, dioses,
demonios, brujas… —le explicó al resto, la muy traidora.
—Es folk metal español que se basa en música celta,
ignorante. No tienes ni idea porque sólo escuchas esa mierda electrónica que da
dolor de cabeza.
Un sonido inarticulado salió de su garganta mientras abría
desmesuradamente los ojos.
—¡Cómo te atreves! —gritó más que habló, dejándome sorda del
oído izquierdo— A lo mejor estás metida en esta mierda por tus cánticos
satánicos en la ducha, perra.
—Bueno, bueno. Calma —intervino el profesor —. Centrémonos,
que nos van a dar las uvas y nunca se sabe cuándo le van a entrar a Cala las
ansias de fumar.
—¿Te están entrando ahora? —inquirió asustada mi amiga.
—No, lo que me están entrando son ganas de estrangularos —argumenté
con mi expresión más feroz.
Pero no tuvo el mayor efecto sobre ellos: una psicóloga en
potencia, un médium travesti y un profesor friki de lo arcano. Esos eran los
que me iban a sacar de ésta. Pues ya podía ir encargando mi ataúd.
—Me toca a mí —anunció con voz cantarina Marta.
Algo en su tono hizo que me entraran escalofríos.
—¿Qué guardas en el segundo cajón de tu mesilla de noche?
La pregunta me cayó como una losa y entonces fui lo yo la
que se puso como un tomate. ¡Será desgraciada!
—Las gafas de sol —aseguré con una voz que no parecía la
mía.
—¿Y qué más? —insistió con pura maldad.
Ella sí que merecía ser castigada por un poder divino.
—Clínex.
—¿Y que maaaaaas?
Estaba claro que no iba a parar hasta que lo dijera.
—El Satisfyer ¿contenta?
La muy estúpida volvió a reír a carcajadas. Era tan
inconsciente que no me extrañaría nada que toda esta situación de mierda le
estuviera divirtiendo.
—Tan guapa, tan guapa, pero no se come un rosco y pasa las
noches triiiste y soooola— canturreó, repelente como ella sola.
—Tú tampoco, que en tu cajón tienes condones caducados desde
hace meses.
—Al menos yo soy optimista y tengo condones.
—Al menos yo no sigo colgada del cabrón de mi exnovio que me
dejó hace años, ni intento llevármelo a la cama cada vez que me lo encuentro.
Los ojos cuajados de mi amiga hicieron que me detuviera de
golpe. Me había pasado. Y mucho. Me mordí el labio inferior.
Santi le puso una mano en el hombro con delicadeza, pero
ella se zafó con un movimiento brusco.
Un sentimiento de culpa se abrió paso por mis entrañas. ¡Qué
coño! Ella también se había pasado. Le pediré perdón cuando me lo pida ella a
mí. Por su culpa le estoy contando mis intimidades a dos desconocidos.
Otra sensación, que no tenía nada que ver con mi cabreo y que
reconocí al instante, me invadió. Metí la mano en el bolsillo de mi pantalón y saqué
la cajetilla.
Marta se puso más blanca aún.
Sin darme tiempo a decir nada, se levantó tirando la silla y
se fue corriendo, dando un portazo.
Al profesor le faltó tiempo para seguirla, tropezando con
sus propias piernas por el camino. Le costó un poco abrir la puerta, pero en
cuanto lo logró se largó a grandes zancadas, dejándola abierta.
—Pero ¿dónde vais? ¡Cobardes! —les increpé dolida—Qué me van
a ayudar, dicen. ¡Y se han pirado como si les hubieran puesto un cohete en el
culo!
—Yo me he quedado—susurra Santi con voz temblorosa.
—Es que tú eres imbécil.
No me molesto en comprobar el efecto de mis palabras. Si se
quiere ir también, que se vaya. Yo tengo que evitar mi próxima muerte. Saco uno
de los cigarrillos, lo enciendo con ansiedad y me lo pongo entre los labios.
Santi no pierde detalle. Más le vale. Al final se ha quedado y eso le asegura un papel protagonista en lo que estamos a punto de ver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario